sábado, mayo 06, 2006

La Luz del Vampiro - El Manjar


HACE cinco días que no puedo comer, o al menos la clase de comida que antes acostumbraba a ingerir. He probado —como en la película—, a tomar sólo sangre de animales menores como: gatos, pájaros, chuchos abandonados e, incluso ratas —bueno de esas blancas de laboratorio—; pero no sacian mi sed.
Es como si un ser humano normal, únicamente pudiese comer pan y beber agua; todo insípido, sin textura.
Me merezco un banquete.
Huelo el aire, junto a los gases de los tubos de escape, percibo el claro aroma del sudor de una mujer joven. Es un olor que quizá antes me resultaba un poco desagradable, exceptuando el momento del sexo, entonces era muy agradable, y sugerente. Ahora, en cambio, resulta extraordinariamente provocativo para mis papilas gustativas.
¡Dios mío, la boca se me hace agua!
Intento alejar ese pensamiento de mi cabeza; sin embargo todo se vuelve rojo y salado. Husmeo el aire y sonrío enseñando mis nuevas dos filas de dientes. Me siento increíblemente feliz: como un náufrago por fin rescatado de su monótona vida en una pequeña isla desierta, y en su primera cena en la nave rescatadora, tiene ante él un suculento solomillo de cerdo con patatas fritas. Lo mira y sonríe como yo ahora, porque durante meses sólo comió pescado, cocos y plátanos.
Como el filete a la boca del náufrago, la mujer se dirige hacia mí; incauta y con prisas. Hace dos horas que se ha puesto el sol, seguro que viene del trabajo, seguro que está deseando volver a casa, ducharse, quitar de su cuerpo ese olor a sudor que me está matando.
No podrá.
Dejo volar mi imaginación, la veo doblando la esquina, mirándome. Me sonríe de forma natural, como si ya me conociera. Se detiene de pronto y comienza a respirar con fuerza. Sus pechos suben y bajan en un compás dulce, sus pezones se ponen duros y se abren paso a través del sujetador para marcar su pronunciado relieve bajo la ligera blusa de primavera que lleva. Tan blanca como la refinada pureza de una virgen enclaustrada a la espera de un marido fiel que interprete a la perfección sus románticas y bucólicas ideas sobre el amor. Un esposo que la proteja y cuide con ternura en los momentos malos y que la posea con desprecio y violencia en los buenos.
Nos miramos, le enseño mis dos filas de dientes en una sonrisa deforme de carácter truculento. Ella siente calor en su entrepierna y comienza a mover sus caderas en imaginarios círculos concéntricos cada vez más amplios. Abre y cierra sus muslos mientras el algodón de sus bragas se empapa de un éxtasis inimaginable.
La llamo con el dedo, como una triste imitación de un Conde Drácula en blanco y negro, un Nosferatu decrépito de largas uñas y mente tullida. Pero ella no me ve así y cree que está ante el galán de pene enorme con el que sueña dos o tres veces al mes. Con caras distintas, pero siempre con el mismo agigantado y agitado miembro.
Me estremezco al contemplar como su respiración se sumerge con alevosía en un frenesí. Con su mano izquierda aprieta un pequeño bolso negro de piel, con tanta fuerza, que las yemas de sus dedos se han quedado blancas. Sus ojos no pestañean y tienen el extraño brillo de los que saben que van a morir en un sin vivir de placer; ¿Para qué van a pestañear? Los párpados saben que cuando vuelvan a tapar la luz a sus pupilas, será la última vez.
Ya está aquí; la siento, la huelo, escucho claramente sus tacones al chocar contra la acera. Todos mis músculos se ponen tensos, mis dientes se hacen aún más largos, puntiagudos y afilados.
Miro a las estrellas y pienso en el náufrago en el barco probando el primer bocado de su solomillo. Imagino su cara, su sonrisa cuando después de masticar su primer pedazo se lo traga y como, raudo y con maestría, utilizando afanosamente los cubiertos, corta otro trozo más.
Entonces la mujer dobla la esquina. Por poco se tropieza conmigo. Levanta la cabeza, me mira, me observa.
—Perdone —dice con voz cascada, la clásica de fumadora empedernida—, no quería asustarte.
Me rebasa y sigue su camino. Sin poder mediar palabra, la observo desaparecer calle abajo. De pronto escucho un ruido, procede de unos contenedores llenos hasta el borde de bolsas de basura, tanto que algunas de las bolsas están en el suelo. Estoy seguro que el causante de los ruidos ha sido algún gato callejero o un chucho flacucho y abandonado. Hasta mi nariz llega su olor: se trata de un perro vagabundo; aunque no sea un filete, esta noche debo apaciguar el hambre.

No hay comentarios: