
y Ahora el concurso de tetas, comernarnos cual os gustan más, calificarlas, bautizarlas, etc.

ESTA noche me he levantado con otro aire y una sonrisilla de pícaro maravillosa. Me he incorporado en la cama y he respirado a gusto el fétido aire que reina ahora en mi hogar. Entre lo apestoso de mi aliento y los cuerpos en descomposición de mis padres; el olor a podrido, en vez de molestarme, me embelesa. De todas formas he tenido que abrir la ventana por si los vecinos sospechan. Aunque, que yo sepa, tampoco teníamos mucho roce con ellos. Quizá se deba a que sólo llevábamos viviendo aquí quince días cuando todo sucedió.
He ido luego al baño y me he mirado al espejo. Para entretenerme, me he transformado unas cuantas veces. Resulta curioso; pero hasta que no le chupé la sangre a aquella mujer en el baile, era incapaz de controlar mis metamorfosis. Ahora, en cambio, lo hago a voluntad. Me observo y sonrío con una sensación extraña.
«Tal vez se deba a que hoy estoy saciado de verdad». Me digo con tono conciliador. Desde luego, si soy un vampiro, debo matar gente y beber su sangre. Como no soy homosexual, lo lógico es que se la chupe a las mujeres.
No voy a chupársela a los hombres.
Me río de mi broma, me transformo en demonio de la oscuridad y susurro con voz gutural:
―Prepárense, jovencitas, hay un vampiro nuevo en la ciudad.
Entonces llaman a la puerta.
Me vuelvo, mis ojos se encienden. ¿Y si era el vecino que venía a pedirme sal?
Lo degollaría.
¿Y si era la vecina la que quería sal?
La dejaría seca. Pero primero la violaría.
Sonrío, y yo que creía que no tenía hambre.
Voy a abrir la puerta y zanjar el asunto, cuando mi ente racional me devuelve a la realidad. Lo hace con una voz sería, comprometida con la situación.
Si abres la puerta y te cargas al que está detrás, ¿dónde vivirás? Tendrás que vagar por la ciudad, dormir en sitios oscuros; en cloacas, ¡con las ratas! Transfórmate en un educado adolescente, se amable. ¡No bebas la sangre de tus vecinos!
Hago caso a la voz y me transformo. Alargo la mano hasta la puerta.
¡Y echa ambientador! ¡Tus padres huelen que apestan, es que no has visto lo hinchadas que tienen las barrigas!
Cierto, me había olvidado por completo de ellos. Estaban en el baño, dentro de la bañera para ser más preciso. Con paso torpe me dirijo hacia allí. Los observo un instante; papá está encima de mamá. Papá no tiene cabeza; pero sé que es él por las pecas de su espalda. A mamá no puedo verla porque está descuartizada; pero está debajo, fijo.
Corro las cortinas de la bañera, están manchadas de sangre; igual que las paredes, el lavabo, el retrete y gran parte de la casa; pero así me quedaba más tranquilo. Abro el armarito, saco de él un bote de desodorante y comienzo a llenar la casa de ese olor tan raro que tienen los desodorantes.
Luego, con una sonrisa, abro la puerta.
Ante mí hay un hombre de mediana edad, medianamente calvo y medianamente alto. No puedo decir si es o no medianamente gordo o delgado porque viste un grueso abrigo de color caqui que tapa por completo el contorno de su figura. No había visto a ese hombre en mi vida, y sin embargo, la primera impresión que tengo de él, es buena. No me molestaron, en absoluto, sus rasgos faciales groseros, ni su exceso de vello en el entrecejo y los orificios nasales. A mí también me pasa lo mismo, a lo mejor me inundó un extraño sentimiento de solidaridad. Puede ser.
―Hola, buenas noches, me llamo Agustín ―se presenta mientras acaricia un aro de oro que lleva colgado en la oreja izquierda a modo de pendiente.
―Hola ―dije, quizás un poco parco.
―Tengo el deber de congratularme con usted y felicitarle, ya que el otro día, por fin, después de unas semanas, decidió poor fin en bautizarse en las lides del vampirismo.
Me quedo anonadado. Mis ojos se abren como platos y mi boca hace lo propio para que entrasen las mocas. Algo que ocurrió inevitablemente porque el piso estaba infestado de esto insectos a causa de mis padres y yo mismo. ¿Cómo sabía que era vampiro? ¿Acaso el también lo era?
Miro a aquel hombre aún más ensimismado. No se que decir, él continua sonriéndome.
―Bien, eso era todo, aquí tiene mi tarjeta, si tiene algún problema venga a verme.
Me alarga una tarjeta de visita con letras rojas, la cojo.
―¿Pero…? ―Comienzo a preguntar, pero él me corta.
―Hoy no tengo tiempo para preguntas. Con Dios, amigo.
Y se da media vuelta y comienza a caminar hasta el ascensor, entonces se vuelve y me dice:
―Yo que usted no tendría cadáveres encasa, y menos en un edificio respetable como este.
―He echado desodorante ―digo disculpando mi comportamiento. El hombre se encoge de hombros, como si no fuera con él.
Cierro la puerta, me meto en casa y leo la tarjeta:
Agustín González.
C/ Amargura nº 6, bajo.
Odontólogo y Siervo de Criaturas Nocturnas.
«¡Anda! ―me digo―. Se llama igual que ese actor calvete que siempre habla a gritos».
ESTA noche me he vestido para la ocasión, me he puesto elegante. He sacado del armario el traje que me compré para la boda de mi mejor amigo. Sólo en su boda me puse traje, era una cuestión de amistad.
Junto con el traje, que me estaba un poco pequeño, he sacado una corbata a juego con multitud de rayas horizontales grises y blancas. En un cajón he encontrado unos calcetines negros de esos que parecen medias y, que junto a unos zapatos de cordones que me apretaban un poco, hacían de mi persona alguien diferente.
«Caramba ―me digo―, si hasta pareces un vampiro de verdad, de los de las películas de los setenta».
Sonrío ante el espejo, es mentira eso que dicen que no nos podemos reflejan en ellos. Yo creo que lo que ocurre es que a veces nos da un poco de desconsuelo contemplarnos en nuestra forma original.
Enseguida escondo mi sonrisa de dos filas de dientes. Me concentro y mis rasgos demoníacos se tornan en lo que fui antes: Un adolescente palillero lleno de granos. Me pregunto, amargado, si mi nuevo estado no será a la larga peor que el anterior. No sé, pero estos dos cuernecillos que me salen de las sienes, me gustan. No son tan desoladores como el hocico chato de enormes orificios, mis orejas puntiagudas o mis cuatro tetillas.
¡Al diablo! Hoy voy de guay. Voy al baile.
Salgo de casa con la sonrisa puesta, como en la canción de Tequila. Me permito el lujo de ir en taxi en vez de volando, como solía hacer. Iba al baile.
Subo las escaleras del hall del hotel hasta el salón de baile entre agitado y nervioso. Siento, como unas tras otra, me invaden distintas oleadas de sentimientos encontrados que ni me acordaba que tenía. Entonces entro en el salón y todo cambia.
Hay multitud de señoritas, muchas bailan acompañadas de un galán; pero muchas otras, esperan sentadas en enormes tresillos de la época victoriana.
Al principio me invade la vergüenza y hago gala de una espantosa timidez.
«Tranquilo ―me digo―, no pasa nada, sólo es un baile».
Sin embargo, luego, tengo que concentrarme al máximo para que mis rasgos vampiros no salgan al exterior. Siento que mis cuernecillos desean emerger. Mi boca comienza a manar saliva en torrentes de deseo hacia todas aquellas doncellas. Así que hago lo que un hombre que ya no lo es hace en estos casos: salgo al balcón a tomar el aire fresco.
Miro la luna. Está tan grande, tan amarilla. Las dos filas de dientes asoman por mi mandíbula con desahogo, mis pupilas se tornan mínimas y rojas como la sangre; los cuernecillos asoman, mis uñas y entrecejo comienzan a crecer de forma irremediable. Mi nariz se convierte en hocico, y hasta tengo una erección; mi pene de treinta centímetros se pelea con unos calzoncillos clásicos abanderado.
Una exuberante sensación me inunda:
El hambre.
Es un apetito voraz. ¡Malditas doncellas! Intento que mi cuerpo se sosiegue, mas no lo consigo; entonces pienso:
Salta por el balcón. Vuela hasta un sucio callejón y arremete contra un escuálido gato.
Pero, soy incapaz de hacerlo al escuchar una dulce voz a mis espaldas. Aquella voz corta el aire con una canción de deseo y pasión desmesurada.
―¡Joder! ¡Qué calor hace ahí dentro! Los de este hotel son unos rácanos no se gastan nada en aire acondicionado. ¡Qué estamos en agosto!
Me vuelvo entonces. Mi saliva chorrea por mi boca tal que me hubieran instalado allí dentro una boca de incendios. El glande de mi pene emerge por la cintura del pantalón enrojecido y palpitante, como presa de un rubor juvenil. Mis ojos inyectados observan a esa mujer de enorme culo y pechos pequeños encasquetada en un traje de noche que le esta como dos tallas más pequeño. Lleva el pelo recogido, dejando su cuello completamente descubierto. Da la impresión de que se dilata y contrae a un ritmo frenético. Es que me esta llamando a gritos:
¡Ven, cómeme, te estoy esperando!
Ella me observa pálida, incapaz de moverse. Sólo una agitada respiración es lo que sus pulmones son capaces de hacer. Por un instante pienso que de tanto respirar le va a explotar el vestido.
Me mata el hambre.
De un salto, me encaramo a su cuello. Ella reacciona entonces e intenta zafarse de mi abrazo letal; pero enseguida mi fuerza la consume. De un bocado, le arranco medio cuello. La sangre caliente golpea mi cara, se introduce en mi boca; mi lengua es un océano infinito de sensaciones placenteras. Comienzo a beber de aquel manantial hasta que se agota. Siento como las fuerzas de mi victima menguan paulatinamente hasta llegar a ser un trapo entre mis garras.
Lo había conseguido, por fin había perdido mi virginidad. No es como lo había imaginado en un principio; es mucho mejor. Ha valido la pena.
Escucho entonces ruidos de pasos tras de mí. Abandono mi presa y salto por el balcón. Tengo que ir a estos bailes de solteros más a menudo. Ya me lo decía la gente:
Debes relacionarte, no te cohíbas, échale morro a la vida. Se un tío chulo, como tu padre.
HACE cinco días que no puedo comer, o al menos la clase de comida que antes acostumbraba a ingerir. He probado —como en la película—, a tomar sólo sangre de animales menores como: gatos, pájaros, chuchos abandonados e, incluso ratas —bueno de esas blancas de laboratorio—; pero no sacian mi sed.
Es como si un ser humano normal, únicamente pudiese comer pan y beber agua; todo insípido, sin textura.
Me merezco un banquete.
Huelo el aire, junto a los gases de los tubos de escape, percibo el claro aroma del sudor de una mujer joven. Es un olor que quizá antes me resultaba un poco desagradable, exceptuando el momento del sexo, entonces era muy agradable, y sugerente. Ahora, en cambio, resulta extraordinariamente provocativo para mis papilas gustativas.
¡Dios mío, la boca se me hace agua!
Intento alejar ese pensamiento de mi cabeza; sin embargo todo se vuelve rojo y salado. Husmeo el aire y sonrío enseñando mis nuevas dos filas de dientes. Me siento increíblemente feliz: como un náufrago por fin rescatado de su monótona vida en una pequeña isla desierta, y en su primera cena en la nave rescatadora, tiene ante él un suculento solomillo de cerdo con patatas fritas. Lo mira y sonríe como yo ahora, porque durante meses sólo comió pescado, cocos y plátanos.
Como el filete a la boca del náufrago, la mujer se dirige hacia mí; incauta y con prisas. Hace dos horas que se ha puesto el sol, seguro que viene del trabajo, seguro que está deseando volver a casa, ducharse, quitar de su cuerpo ese olor a sudor que me está matando.
No podrá.
Dejo volar mi imaginación, la veo doblando la esquina, mirándome. Me sonríe de forma natural, como si ya me conociera. Se detiene de pronto y comienza a respirar con fuerza. Sus pechos suben y bajan en un compás dulce, sus pezones se ponen duros y se abren paso a través del sujetador para marcar su pronunciado relieve bajo la ligera blusa de primavera que lleva. Tan blanca como la refinada pureza de una virgen enclaustrada a la espera de un marido fiel que interprete a la perfección sus románticas y bucólicas ideas sobre el amor. Un esposo que la proteja y cuide con ternura en los momentos malos y que la posea con desprecio y violencia en los buenos.
Nos miramos, le enseño mis dos filas de dientes en una sonrisa deforme de carácter truculento. Ella siente calor en su entrepierna y comienza a mover sus caderas en imaginarios círculos concéntricos cada vez más amplios. Abre y cierra sus muslos mientras el algodón de sus bragas se empapa de un éxtasis inimaginable.
La llamo con el dedo, como una triste imitación de un Conde Drácula en blanco y negro, un Nosferatu decrépito de largas uñas y mente tullida. Pero ella no me ve así y cree que está ante el galán de pene enorme con el que sueña dos o tres veces al mes. Con caras distintas, pero siempre con el mismo agigantado y agitado miembro.
Me estremezco al contemplar como su respiración se sumerge con alevosía en un frenesí. Con su mano izquierda aprieta un pequeño bolso negro de piel, con tanta fuerza, que las yemas de sus dedos se han quedado blancas. Sus ojos no pestañean y tienen el extraño brillo de los que saben que van a morir en un sin vivir de placer; ¿Para qué van a pestañear? Los párpados saben que cuando vuelvan a tapar la luz a sus pupilas, será la última vez.
Ya está aquí; la siento, la huelo, escucho claramente sus tacones al chocar contra la acera. Todos mis músculos se ponen tensos, mis dientes se hacen aún más largos, puntiagudos y afilados.
Miro a las estrellas y pienso en el náufrago en el barco probando el primer bocado de su solomillo. Imagino su cara, su sonrisa cuando después de masticar su primer pedazo se lo traga y como, raudo y con maestría, utilizando afanosamente los cubiertos, corta otro trozo más.
Entonces la mujer dobla la esquina. Por poco se tropieza conmigo. Levanta la cabeza, me mira, me observa.
—Perdone —dice con voz cascada, la clásica de fumadora empedernida—, no quería asustarte.
Me rebasa y sigue su camino. Sin poder mediar palabra, la observo desaparecer calle abajo. De pronto escucho un ruido, procede de unos contenedores llenos hasta el borde de bolsas de basura, tanto que algunas de las bolsas están en el suelo. Estoy seguro que el causante de los ruidos ha sido algún gato callejero o un chucho flacucho y abandonado. Hasta mi nariz llega su olor: se trata de un perro vagabundo; aunque no sea un filete, esta noche debo apaciguar el hambre.