lunes, noviembre 13, 2006

Diario de un erasmus: día 51

One night in Tiger tiger

Puedo sentirlo. El rápido fluir de la sangre en las venas de mis víctimas llena mis sentidos mientras me aproximo a ellas. Yo soy aquel que despierta sus más bajos sentimientos. Un paso tras otro, los convence aún más de que son los siguientes. Yo soy aquel que llena de ira su mirada. La frialdad de mi expresión les mantiene inertes en las butacas. Mi mirada cargada de nostalgia y furia me proporciona la autoridad necesaria para superar su barrera. Yo soy aquel que los hace sucumbir a mi poder.

...

Tenía los dedos helados. La planta amenazante de cinco ingleses y una pálida rubia no habían impedido que me llevase cuatro vasos de su mesa. Como "bar support", mi trabajo me obliga a recoger todos los vasos que me encuentro vacíos, con o sin dueño, y sólo cuando el agudo quejido de protesta se escapa de los labios de algún desafortunado cliente, debo devolverle el vaso y contestar con un cortés "sorry". Ahora, con cuatro vasos en la única mano de que disponía libre, la posibilidad del transporte de los mismos pasaba por introducir mis dedos en el interior de cada uno de ellos. De esta manera, los solitarios hielos, que ahora poblaban las copas sin líquido en que bañarse, se deleitaban enfriando mis apéndices transformando en un desagradable gélido tacto el roce de mis dedos con su superficie.

"No, aquí no puedes permitirte un catarro". Este pensamiento reverberaba en mi mente en forma de eco, una y otra vez, acelerando mis pasos en un frenético deambular entre el bullicio del Kaz, una de las múltiples salas del pub donde trabajo. Minutos antes, mi pausado andar quedaba muy lejos de la improvisada carrera que ahora dibujaban mis pies de camino a la barra. Así me había aproximado sigilosamente a la alejada mesa 5. Los lentos pero firmes pasos que había dado me proporcionaron el tiempo necesario para observar el contenido de las copas. Tres fornidos jóvenes de cabellos claros me daban la espalda y sólo se dieron cuenta de mi presencia cuando empezaba a recoger sus vasos del tablero. Vasos cuyo hielo semiderretido se mezclaba con las últimas gotas de alcohol, proporcionando un posible último trago de resignación. Trago que ya no podrían dar. Demasiado tarde para frenarme. Haberme intentado arrebatar la copa de las manos hubiese sido un acto demasiado feo ante la compañía femenina. Una compañía femenina que no dejó de mirarme desde que llegué al borde de la mesa. Al límite de su territorio. Una mirada que no hizo más que avivar la llama de rabia que se encendía en los ojos de sus acompañantes. Al igual que ella, el más joven del grupo, un muchacho pelirrojo cuyos problemas de acné revelaban su inmadurez, había seguido mi trayectoria hacia la mesa y en un gesto aparentemente nervioso había cogido la copa para dar un pequeño trago que evitase su retirada. Ahora su mirada nerviosa se había tornado a satisfacción y nada tenía que ver con el rojo en los ojos de sus compañeros. Sólo su vaso y el de la chica se habían salvado de la colecta. Llamadme débil, pero la sonrisa de esa chica merecía que no me lo llevase.

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